Parecía una muñequita estrenando sus galas de luto y oro al pie del Doctrinos en el día de la Cruz. Con su manto nuevo y esa cara que se nos pone a las mujeres cuando nos echamos por encima una prenda por primera vez y nos sentimos guapas. Enmarcada en cientos, miles de abalorios formando una puntilla con reflejos de azabache y de cristal, con el suave rastro del terciopelo sobre la piel y la caricia de miles de puntadas en hilo dorado iluminando su rostro de sonrisa amorosa y doliente.
En las vísperas de la fiesta de septiembre, al caer la noche, la vistieron las mujeres como a una novia de puertas hacia adentro. Despacito, con mimo y ceremonial en las manos, como si fuesen las ropas porcelana a punto de quebrarse. Dibujando blondas de encaje en el óvalo de la cara como si las meciese el aire igual que el Lunes Santo cuando sigue por las calles a su Hijo mientras va redondeando la luna de la primavera. Aliviando el negro de su alma con mantilla blanca como un pañuelo en el que verter todas las lágrimas del mundo. Cubriéndola de luto y hermosura como si fuese Viernes y estuviese en el monte de las calaveras esperando que volviese a sus entrañas el hijo de sus entrañas.
La Virgen estrenaba manto. Atrás quedaban las horas de ciencia y paciencia, la soledad del bastidor, el amor escrito con hilo, aguja y dedal. Las imagino bordando, codo con codo, madre e hija, sangre por sangre, en silencio, con una invisible cinta azul ciñéndoles los latidos; con la sonrisa que otorga la satisfacción de saberse costureras de la Madre de Dios. Sin talleres de renombre, sin presupuestos, sin estridencias, sin anunciarse. Dibujando en cordones de oro la cultura secular de estos pueblos nuestros que de siempre cubrieron a sus mujeres de terciopelos, sedas, lentejuelas, oro y azabaches en los días de ceremonia y solemnidad. Echándole horas a fondo perdido y dejándose la vista en cada puntada porque querían poner guapa a su Virgen y mostrársela así al pueblo que ese día acudía a besar los pies del Santo Cristo que duerme y sonríe.
Supongo que ellas no querrán ver sus nombres en negrita, pero no me resisto a dedicarles esta entrada desde la admiración hacia su artesanía del alma. Porque ellas son el eslabón de todas aquellas costureras de lo divino cuyos nombres nunca sabremos. Y aunque con el paso del tiempo hayamos hecho de lo suntuoso la norma, yo me quedo con el auténtico tesoro que suponen esos mantos, más allá de los oropeles y las filigranas: la oración de cada hebra, el incalculable entramado de amor que sus manos han dibujado para arropar el dolor de la Madre por las calles.
Gracias a las dos.
Ana.