Como todos los que os asomáis a esta ventanita, yo también nací cofrade. Unos lo érais sin saberlo, desde las aceras; otros lo éramos como yo, a la que apuntaron a las cofradías casi antes que en el registro civil. Pero nací hembra en un mundo macho y eso suponía y supone aún nacer cofrade vetada desde la cuna, cercenada en virtud de sinrazones que nadie me ha sabido razonar.
Supongo que el hecho de nacer niña impidió entonces que, como mis hermanos, mis primos, mi padre, sus hermanos, mis abuelo, mi bisabuelo y todos los hombres de mi familia por vía paterna, pudiese vestir la liviana túnica de la Congregación en la madrugada del Viernes Santo, que sigue siendo mi cofradía sin ser la mía. Que será la túnica que me acompañe en mi último viaje porque quiero que su negro desvaído sea el último beso que me dé esta tierra zamorana antes de partir.
Supongo que por eso nunca he podido arrimar mi hombro bajo la mesa de la Virgen de los Clavos, que lleva más de ciento veinte años sustentada en el sudor de los varones de mi casa y a cuya imagen murió aferrado mi abuelo, que jamás pisó la iglesia pero siempre santificó su nombre. Ni podré hacerlo nunca bajo el Nazareno doliente que parió la gubia de mi padre, a cuyos pies firmó con lágrimas la obra el mismo día en que murió mi abuela, que se llamaba Carmen y se nos fue de vuelo como una golondrina hace siete años, en la mañana del último día de febrero.

Supongo que por eso mismo nunca me dieron explicaciones de por qué teniendo la misma escuela en casa y en la calle o dejándome llegar por mi tesón hasta rincones donde el resto de las niñas no accedían; jugando a las procesiones, soñando pasos y marchas fúnebres por los pasillos de casa; por qué recibiendo la misma catequesis generación tras generación que mis hermanos, llegaba el Martes Santo y los veía bajar por la cuesta de mi casa hacia La Horta,
con su túnica blanca de lana, su fajín de pana verde y su caperuz recostado en el antebrazo, y yo me quedaba con la nariz pegada al cristal maldiciendo la mala suerte de haber nacido mujer, aunque cumplidos los diecisiete tuve el privilegio de ser una entre treinta de aquellas primeras encapuchadas "ab experimentum" que acompañamos con enorme emoción al Cristo de los Barrios Bajos por las calles.
No sabía entonces que un par de años más tarde llevaría por primera vez sobre mis hombros a un Jesús Vivo hacia los muros del camposanto para rezar por mis muertos, escuchando los murmullos de desaprobación incluso entre mis amigos y los míos porque era una intrusa, porque era una forastera, la primera, en tierra de nadie. En la tierra copada bajo el signo de Caín, bajo el peso discutible de la tradición y los siglos, de la voz grave y los atributos de los hombres. Pero eso es parte de otra historia.
Me ejercité de cofrade como todos los zamoranos, dando mis primeros pasos en "La Borriquita", con las galas de estreno, los zapatitos nuevos y la palma en ristre, de la mano de mi madre. Después, con tres años, amaneció Jueves Santo y también mi madre me enfundó en un abrigo negro de negro paño y me echó al cuello la medalla de latón con cinta verde de seda que tantas procesiones y tantos cumpleaños me acompañó después a lo largo de los años. Aquella mañana en que me puso unos guantes blancos que me sobraban por todos los lados, unos calcetinillos de perlé blanco y

una capota de terciopelo negro sobre los ricillos rubitos -no tenía pelo suficiente para sujetar una peineta- y me dió el primer beso antes de salir a las calles para debutar como Dama de la Virgen de la Esperanza. Porque todas nuestras procesiones, de niños y de mayores, comienzan en el beso de la madre y finalizan con el beso de la madre, que siempre te esperaba despierta cuando volvías a casa arrastrando los pies de puro agotamiento.
De la mano de mi prima Carmen, que tendría entonces cinco años y parecía una niña calé, y de mi tía Maruja, que era un bellezón rotundo de Julio Romero de Torres con su cara morena enmarcada en la blonda negra, cumplí mi primera procesión, con las mejillas ateridas por el frío y el orgullo inmenso de saber que la Virgen me sonreía. Y así, de la mano, con mis zapatitos Gorila de suela gorda y la medalla que nos hermanaba sobre el pecho, quedamos inmortalizadas en la cámara del veterano Trabanca al finalizar la procesión, con las doradas piedras de San Andrés de fondo, que aún guardan aquella primera salve chapurreada, salvada por boca de las demás damas.
Y fue mágica aquella mañana en que se quemó mi humilde tulipa de cartón -ahora es de cristal- y pasé por primera vez el puente al lado de la Virgen del manto verde, ese manto que ahora ayudo yo a colocar con mis manos en vísperas de la procesión y que arropa a todos los zamoranos cuando nos acaricia mecido con suavidad y elegancia por sus cargadores.
Dos años después vestiría el luto acompañando a la Soledad, la Virgen a la que todos en mi familia fuimos presentados nada más nacer, porque mi abuela vivía puerta con puerta con la iglesia de San Juan durante

más de medio siglo, en aquellos balcones que fueron privilegiados miradores de las procesiones, sentada sobre su regazo inmenso y generoso.
Forrada de ropa, con no sé cuántas capas bajo el abrigo de lana gorda que me tejió mi madre en poco más de un día. De luto riguroso y con la carita lavada; de luto sencillo, sin necesidad de los actuales hábitos estrafalarios que han matado la luminosidad que conformaba el cortejo que acompañaba a nuestra dulce Soledad. La Virgen de las manos enlazadas y rostro hermoso que ya de niña me provocaba lágrimas de emoción cuando la veía asomar bajo el rosetón románico. La Virgen ante la que formábamos mis primas y yo como un pequeño ejército año tras año. La misma que bendijo bautizos, sacramentos, duelos y amores entre los de mi sangre y que contempló los primeros juegos y las primeras sonrisas de mi padre y sus cuatro hermanos, niños de posguerra que jugaban entre los pasos y se hicieron mayores a los pies de su altar.
Y aún pasarían dos años más hasta que pudiese salir al lado de Nuestra Madre. La madre de las madres. La que enciende en amores la noche del Viernes Santo. Era la puesta de largo, porque hasta ese momento las procesiones de la noche estaban prohibidas, era muy tarde. Pero salir en Nuestra Madre era hacerse cofrade con todas las de la ley. Supe entonces del dolor y la decepción, cuando en San Vicente se decidió suspender la procesión ante el aguacero que caía y yo tuve que volver a casa de la mano de mi madre, con mi velita sin encender y las lágrimas inconsolables de los niños, que siempre lloran de verdad.
Después llegaba la mañana de Resurrección, en que Cristo sube por la cuesta de mi casa mientras lo esperábamos en el balcón y descansa al pie de los tilos mientras los cofrades desayunan churros y aguardiente en el patio, cuyas piedras abren el tiempo de los charros y las jotas. Mi madre nos endomingaba de nuevo para incorporarnos desde casa a la procesión, la primera romería de Pascua, que finalizaba con la algarabía de la bajada de Balborraz con marchas de gloria y el sonido de la flauta y el tamboril declarando abierta la primavera.
Ahora ha pasado el tiempo y han cambiado tantas cosas, que daría un mundo por volver a esa Semana Santa en que yo pensaba que los días eran santos de verdad, que todo el mundo se hermanaba de verdad y que las virgenes de espadas no eran de puñales y

traiciones. Pero he visto tanta mezquindad, tanto polvo sin barrer acumulado en sus rincones, que ahora sé que esa semana de pasión sólo la santificamos los niños con nuestra mirada limpia. Y creo en el futuro cuando veo pasar pequeños cofrades que no levantan un palmo del suelo y llevan ya su crucecita de madera en la Congregación.
Creo porque veo bebés en brazos de sus padres estrenándose en la fila, haciendo penitencia sin saberlo. Y sus sonrisas y su sueño plácido son la continuidad de todo lo que nosotros hemos ido dejando atrás. Y quiero pensar que a las niñas que ahora llegan al mundo alguien les explicará en tiempo pasado que hubo un día en que a las mujeres nos cerraban las puertas sólo por nacer mujeres. Y yo les contaré cómo nos apostamos en esa puerta para abrirla tímidamente, cómo lo peleamos, cuánto cuesta algo tan simple como ponerse un caperuz y hacer de la noche el silencio.
Sigo sin poder vestir la túnica de La Congregación; de mi Congregación. Siguen sin explicarme por qué no puedo cargar con la Virgen de los Clavos o con el Nazareno, hombro con hombro con los míos. Sigo compilando fotos abrazada a mis amigas -siempre las mismas, más de veinte años compartiendo silencios- antes de hacer la penitencia bajo el caperuz o con la mantilla, sumando años. Sigo huyendo de quienes prostituyen todo lo que tocan utilizando en falso en nombre de Dios. Sigo buscando el anclaje de mi infancia para creer que los Cristos y Vírgenes a quienes rezo a mi manera son carne entre la carne a quienes aprendí a besar desde niña.
La pequeña Lucía, la siguiente generación, me lavó el alma cuando con sólo tres años la llevé conmigo enlutada alumbrando a nuestra Soledad, aprendiendo su primera procesión, la que nunca se olvida. Quizá ella dentro de muchos años hable de la seguridad cálida que le trasmitió mi mano en esa primera noche, como hablo yo ahora de la de mi tía, cuyo tacto aún guardo en la palma de mi mano. Y de su primera mañana de Jueves Santo, en que nevó y cayeron chuzos de punta mientras la Virgen subía por Balborraz y todos nos mojábamos bajo la misma lluvia. Y cómo la peineta se me escapaba entre su pelo suave; y cómo le sobraba guante por todos los lados. De momento, me conformo con encontrar en esos ojos que se abren a la vida la misma emoción, la misma ilusión y la misma admiración que brillaban en los míos cuando tenía su edad.

Y mi Semana Santa reside ahora en los recuerdos y la certeza de que en las aceras nos hacemos de nuevo niños entre los niños. Y que cuando acudo cada Jueves Santo al lado de la Esperanza, la Virgen me sonríe como lo hizo hace ya tantos años, porque encuentra un resquicio de la niña que fui cuando me emociono contemplándole el rostro, cumpliendo a su lado un año más y compilando soles, lluvias, penitencias, silencios y lágrimas en la cinta verde de la vieja medalla que ya no me pertenece porque se la entregué a mi corazón y sé que ahí debe quedarse. Y quiero seguir siendo niña para santificar estos días que sólo el amor salva.
Nadie podrá quitarme nunca, como a tí Roberto; como a tí, Tomás; como a todos los que nacimos cofrades de una u otra manera, esa ilusión primera que es la que nos mueve, nos acerca y nos abriga el corazón tantos años después. Por eso nuestra semana sigue siendo santa.
Ana.