lunes, 18 de junio de 2007

De pequeña












Como todos los que os asomáis a esta ventanita, yo también nací cofrade. Unos lo érais sin saberlo, desde las aceras; otros lo éramos como yo, a la que apuntaron a las cofradías casi antes que en el registro civil. Pero nací hembra en un mundo macho y eso suponía y supone aún nacer cofrade vetada desde la cuna, cercenada en virtud de sinrazones que nadie me ha sabido razonar.

Supongo que el hecho de nacer niña impidió entonces que, como mis hermanos, mis primos, mi padre, sus hermanos, mis abuelo, mi bisabuelo y todos los hombres de mi familia por vía paterna, pudiese vestir la liviana túnica de la Congregación en la madrugada del Viernes Santo, que sigue siendo mi cofradía sin ser la mía. Que será la túnica que me acompañe en mi último viaje porque quiero que su negro desvaído sea el último beso que me dé esta tierra zamorana antes de partir.

Supongo que por eso nunca he podido arrimar mi hombro bajo la mesa de la Virgen de los Clavos, que lleva más de ciento veinte años sustentada en el sudor de los varones de mi casa y a cuya imagen murió aferrado mi abuelo, que jamás pisó la iglesia pero siempre santificó su nombre. Ni podré hacerlo nunca bajo el Nazareno doliente que parió la gubia de mi padre, a cuyos pies firmó con lágrimas la obra el mismo día en que murió mi abuela, que se llamaba Carmen y se nos fue de vuelo como una golondrina hace siete años, en la mañana del último día de febrero.


Supongo que por eso mismo nunca me dieron explicaciones de por qué teniendo la misma escuela en casa y en la calle o dejándome llegar por mi tesón hasta rincones donde el resto de las niñas no accedían; jugando a las procesiones, soñando pasos y marchas fúnebres por los pasillos de casa; por qué recibiendo la misma catequesis generación tras generación que mis hermanos, llegaba el Martes Santo y los veía bajar por la cuesta de mi casa hacia La Horta,
con su túnica blanca de lana, su fajín de pana verde y su caperuz recostado en el antebrazo, y yo me quedaba con la nariz pegada al cristal maldiciendo la mala suerte de haber nacido mujer, aunque cumplidos los diecisiete tuve el privilegio de ser una entre treinta de aquellas primeras encapuchadas "ab experimentum" que acompañamos con enorme emoción al Cristo de los Barrios Bajos por las calles.

No sabía entonces que un par de años más tarde llevaría por primera vez sobre mis hombros a un Jesús Vivo hacia los muros del camposanto para rezar por mis muertos, escuchando los murmullos de desaprobación incluso entre mis amigos y los míos porque era una intrusa, porque era una forastera, la primera, en tierra de nadie. En la tierra copada bajo el signo de Caín, bajo el peso discutible de la tradición y los siglos, de la voz grave y los atributos de los hombres. Pero eso es parte de otra historia.

Me ejercité de cofrade como todos los zamoranos, dando mis primeros pasos en "La Borriquita", con las galas de estreno, los zapatitos nuevos y la palma en ristre, de la mano de mi madre. Después, con tres años, amaneció Jueves Santo y también mi madre me enfundó en un abrigo negro de negro paño y me echó al cuello la medalla de latón con cinta verde de seda que tantas procesiones y tantos cumpleaños me acompañó después a lo largo de los años. Aquella mañana en que me puso unos guantes blancos que me sobraban por todos los lados, unos calcetinillos de perlé blanco y una capota de terciopelo negro sobre los ricillos rubitos -no tenía pelo suficiente para sujetar una peineta- y me dió el primer beso antes de salir a las calles para debutar como Dama de la Virgen de la Esperanza. Porque todas nuestras procesiones, de niños y de mayores, comienzan en el beso de la madre y finalizan con el beso de la madre, que siempre te esperaba despierta cuando volvías a casa arrastrando los pies de puro agotamiento.

De la mano de mi prima Carmen, que tendría entonces cinco años y parecía una niña calé, y de mi tía Maruja, que era un bellezón rotundo de Julio Romero de Torres con su cara morena enmarcada en la blonda negra, cumplí mi primera procesión, con las mejillas ateridas por el frío y el orgullo inmenso de saber que la Virgen me sonreía. Y así, de la mano, con mis zapatitos Gorila de suela gorda y la medalla que nos hermanaba sobre el pecho, quedamos inmortalizadas en la cámara del veterano Trabanca al finalizar la procesión, con las doradas piedras de San Andrés de fondo, que aún guardan aquella primera salve chapurreada, salvada por boca de las demás damas.

Y fue mágica aquella mañana en que se quemó mi humilde tulipa de cartón -ahora es de cristal- y pasé por primera vez el puente al lado de la Virgen del manto verde, ese manto que ahora ayudo yo a colocar con mis manos en vísperas de la procesión y que arropa a todos los zamoranos cuando nos acaricia mecido con suavidad y elegancia por sus cargadores.

Dos años después vestiría el luto acompañando a la Soledad, la Virgen a la que todos en mi familia fuimos presentados nada más nacer, porque mi abuela vivía puerta con puerta con la iglesia de San Juan durante más de medio siglo, en aquellos balcones que fueron privilegiados miradores de las procesiones, sentada sobre su regazo inmenso y generoso.


Forrada de ropa, con no sé cuántas capas bajo el abrigo de lana gorda que me tejió mi madre en poco más de un día. De luto riguroso y con la carita lavada; de luto sencillo, sin necesidad de los actuales hábitos estrafalarios que han matado la luminosidad que conformaba el cortejo que acompañaba a nuestra dulce Soledad. La Virgen de las manos enlazadas y rostro hermoso que ya de niña me provocaba lágrimas de emoción cuando la veía asomar bajo el rosetón románico. La Virgen ante la que formábamos mis primas y yo como un pequeño ejército año tras año. La misma que bendijo bautizos, sacramentos, duelos y amores entre los de mi sangre y que contempló los primeros juegos y las primeras sonrisas de mi padre y sus cuatro hermanos, niños de posguerra que jugaban entre los pasos y se hicieron mayores a los pies de su altar.

Y aún pasarían dos años más hasta que pudiese salir al lado de Nuestra Madre. La madre de las madres. La que enciende en amores la noche del Viernes Santo. Era la puesta de largo, porque hasta ese momento las procesiones de la noche estaban prohibidas, era muy tarde. Pero salir en Nuestra Madre era hacerse cofrade con todas las de la ley. Supe entonces del dolor y la decepción, cuando en San Vicente se decidió suspender la procesión ante el aguacero que caía y yo tuve que volver a casa de la mano de mi madre, con mi velita sin encender y las lágrimas inconsolables de los niños, que siempre lloran de verdad.

Después llegaba la mañana de Resurrección, en que Cristo sube por la cuesta de mi casa mientras lo esperábamos en el balcón y descansa al pie de los tilos mientras los cofrades desayunan churros y aguardiente en el patio, cuyas piedras abren el tiempo de los charros y las jotas. Mi madre nos endomingaba de nuevo para incorporarnos desde casa a la procesión, la primera romería de Pascua, que finalizaba con la algarabía de la bajada de Balborraz con marchas de gloria y el sonido de la flauta y el tamboril declarando abierta la primavera.


Ahora ha pasado el tiempo y han cambiado tantas cosas, que daría un mundo por volver a esa Semana Santa en que yo pensaba que los días eran santos de verdad, que todo el mundo se hermanaba de verdad y que las virgenes de espadas no eran de puñales y traiciones. Pero he visto tanta mezquindad, tanto polvo sin barrer acumulado en sus rincones, que ahora sé que esa semana de pasión sólo la santificamos los niños con nuestra mirada limpia. Y creo en el futuro cuando veo pasar pequeños cofrades que no levantan un palmo del suelo y llevan ya su crucecita de madera en la Congregación.


Creo porque veo bebés en brazos de sus padres estrenándose en la fila, haciendo penitencia sin saberlo. Y sus sonrisas y su sueño plácido son la continuidad de todo lo que nosotros hemos ido dejando atrás. Y quiero pensar que a las niñas que ahora llegan al mundo alguien les explicará en tiempo pasado que hubo un día en que a las mujeres nos cerraban las puertas sólo por nacer mujeres. Y yo les contaré cómo nos apostamos en esa puerta para abrirla tímidamente, cómo lo peleamos, cuánto cuesta algo tan simple como ponerse un caperuz y hacer de la noche el silencio.

Sigo sin poder vestir la túnica de La Congregación; de mi Congregación. Siguen sin explicarme por qué no puedo cargar con la Virgen de los Clavos o con el Nazareno, hombro con hombro con los míos. Sigo compilando fotos abrazada a mis amigas -siempre las mismas, más de veinte años compartiendo silencios- antes de hacer la penitencia bajo el caperuz o con la mantilla, sumando años. Sigo huyendo de quienes prostituyen todo lo que tocan utilizando en falso en nombre de Dios. Sigo buscando el anclaje de mi infancia para creer que los Cristos y Vírgenes a quienes rezo a mi manera son carne entre la carne a quienes aprendí a besar desde niña.

La pequeña Lucía, la siguiente generación, me lavó el alma cuando con sólo tres años la llevé conmigo enlutada alumbrando a nuestra Soledad, aprendiendo su primera procesión, la que nunca se olvida. Quizá ella dentro de muchos años hable de la seguridad cálida que le trasmitió mi mano en esa primera noche, como hablo yo ahora de la de mi tía, cuyo tacto aún guardo en la palma de mi mano. Y de su primera mañana de Jueves Santo, en que nevó y cayeron chuzos de punta mientras la Virgen subía por Balborraz y todos nos mojábamos bajo la misma lluvia. Y cómo la peineta se me escapaba entre su pelo suave; y cómo le sobraba guante por todos los lados. De momento, me conformo con encontrar en esos ojos que se abren a la vida la misma emoción, la misma ilusión y la misma admiración que brillaban en los míos cuando tenía su edad.

Y mi Semana Santa reside ahora en los recuerdos y la certeza de que en las aceras nos hacemos de nuevo niños entre los niños. Y que cuando acudo cada Jueves Santo al lado de la Esperanza, la Virgen me sonríe como lo hizo hace ya tantos años, porque encuentra un resquicio de la niña que fui cuando me emociono contemplándole el rostro, cumpliendo a su lado un año más y compilando soles, lluvias, penitencias, silencios y lágrimas en la cinta verde de la vieja medalla que ya no me pertenece porque se la entregué a mi corazón y sé que ahí debe quedarse. Y quiero seguir siendo niña para santificar estos días que sólo el amor salva.
Nadie podrá quitarme nunca, como a tí Roberto; como a tí, Tomás; como a todos los que nacimos cofrades de una u otra manera, esa ilusión primera que es la que nos mueve, nos acerca y nos abriga el corazón tantos años después. Por eso nuestra semana sigue siendo santa.


Ana.

viernes, 15 de junio de 2007

Te he echado de menos

Hubo un año en que no crucé el Duero el Sábado de Dolores como solía, en que no cambié la Tierra de Campos palentina por mi Salamanca en vísperas de fiesta. Un año en que no me salté las clases del Lunes, del Martes y del Miércoles que yo santificaba aguardando procesiones de noche mientras recorría las iglesias por la tarde de la mano de abuela Carmen. Por eso aquel año la llamé por teléfono y no me resistí a decirle que no aguantaba más, que en Carrión había procesiones pero las señoras iban con abrigo de pieles y yo lo que quería era tirar de la capa a los capuchones, alargar mis manitas en busca de sus guantes blancos y a veces obtener el premio de un caramelo por mi osadía. Que no estaban mal aquellos caballeros ataviados con su capa de paño, castellanos recios y dolientes, ni esos bellos pasos con sabor a ermita, pero que al niño salmantino lo que de verdad le entusiasmaban eran los barquillos del Jueves Santo y los "catorce pasos" que él sabía perfectamente no eran tantos pese a las cuentas que echaban los otros niños en las aceras. A la abuela Carmen había que suplicarle por teléfono que fuera el último año de ausencia, que el nieto disfrutaba asomándose curioso al ventanal enrejado de la carrionesa capilla de la Vera Cruz, adivinando tras los cristales al Crucificado, al Sepulcro, al Huerto de los Olivos, al Atado a la Columna, a la Virgen... muchas tardes al año, cual museo de recuerdos a media luz, pero que si había que elegir verja a la que arrimarse se quedaba con la de la cárcel y si tenía que optar por una Vera Cruz apostaba por la del Campo de San Francisco de muchas meriendas de Lunes Santo. Que Carrión seguramente era y es maestra de procesiones y las vive como pocos lugares, desde el Corpus hasta el Carmen, de la Virgen de Belén a San Zoilo, pero que por mucha Piedad de Gregorio que saliera de las Claras, yo era y soy muy de pueblo para todo y muy de Salamanca para sacar los pasos a la calle y esperarlos en las aceras. Siempre en las mismas aceras. Casi en la misma baldosa. Arriba del todo del Camino de las Aguas, frente a la puerta de la Clerecía, mirando a Tentenecio, pegadito al arco de Paulino... El mismo rito, la misma vida. La repetición de la historia, que se rememora y se rehace, y se tranforma inmutable, y se cambia eterna. Y se enriquece con nuevas manos de las que ir tomado, porque abuela Carmen debe hacerlas llegar con el mismo amor con que me tapaba las orejitas al llegar los tambores, o con que remitía a un mocoso como yo cuando le preguntaban por el recorrido unos turistas y yo acababa diciéndoles hasta quién y cuándo hizo el Cristo de aquel desfile, o con que me compraba cuadernos de cuadrícula para mis "semanas santas" inventadas y mis versillos primeros, o con que me trajo aquella mañana de Lunes de Pascua el libro de Javier Blázquez para endulzar mis amargas vacaciones post-procesiones y no me separé de él hasta regresar a Carrión... Con el mismo amor con que fuimos una tarde de febrero a las Esclavas para vestirme de azul y blanco y ser yo el que alargase mi mano a los niños en la acera, y que fuera mi capa la tocada por ellos en la caricia de quien nunca quiere faltar a su cita de cada primavera. Confío en que siempre estaré contigo aunque no estés.

Tomás

jueves, 14 de junio de 2007

De pequeño

“De pequeño me enseñaron a querer ser mayor, de mayor voy a aprender a ser pequeño…”.

Esta frase no es mía pero la suscribo muchas veces en la vida. Pertenece a una de mis canciones favoritas. Y si comienzo con ella, es porque hoy os traigo un reto a medio camino entre la nostalgia y la ilusión de la infancia. Os propongo volver a nuestro pasado, al tiempo en que descubrimos nuestras procesiones, nuestros Cristos y Vírgenes, los estandartes y las marchas procesionales con la mirada de un niño. Porque hoy me apetece contaros cómo vivía la Semana Santa de pequeño sin siquiera formar parte de ninguna cofradía.

En mi caso no nací cofrade, si no que me hice. Mis padres no acudieron a apuntarme a ninguna cofradía recién bautizado así que yo solito fui poco a poco dándole forma a un aspecto de mi vida del que cada día estoy más orgulloso. Lo bueno de hacerlo así es que es uno mismo el que toma la decisión de formar parte de este mundo y sobre todo qué cofradía hacer tuya. Y sé que acerté. Pero hoy no os voy a contar mis primeros años como cofrade, sino mi andadura en las aceras.

Recuerdo cómo mi hermana y yo hacíamos a mis padres llevarnos a ver todas las procesiones, de las que nos sabíamos programas e itinerarios de memoria. Veíamos La Borriquilla después de misa, con el ramo y alguna prenda a estrenar, mientras que el Perdón era pasar toda la tarde en Jesuitas y buscar cuál era el preso liberado. Lunes, Martes (nunca logré ver la promesa del Silencio) y Miércoles aburría a mi madre por Compañía porque me parecía el mejor sitio para verlas. Sí recuerdo ver salir la Agonía Redentora de la Catedral en silencio y a oscuras. Después, el Jueves, veíamos a la Seráfica en el centro, con pipas y gusanitos en primera fila junto al resto de niños mientras los padres nos guardaban las espaldas. Más tarde corríamos a ver a los del Arrabal a la Catedral, para ir después a Anaya a ver soltar las palomas y correr otra vez mientras se recogía la Seráfica.
Nunca ví a la Dominicana de noche -prometo sacar fuerzas algún año para ver la salida-; nunca supe diferenciar si era andaluz lo que veía o no, quizá porque siempre me entretuve mirando a los ojos directamente a sus imágenes para sentirlas tan mías como el que más.

El Viernes Santo por la mañana era para presenciar el Descendimiento, hacer las Estaciones, y así poder ver los pasos en sus iglesias, ya que por la tarde me cansaba y no podía verlos bien entre tanto jaleo. Al menos siempre supe distinguir el “culocolorao” del “bocarratonera”, que Huerto y Veracruz eran cofradías distintas aunque primas hermanas, si bien me costaba distinguir a los “morados” entre tanta fila y tanto “pueblo” sin hábito. Llegar a la Soledad tenía su mérito, y más ver toda la procesión entera, pues no recuerdo ningún acto para aliviar la espera. Ver al Liberación por primera vez bajar San Blas, de recogida a casa y sin saber ni que existía impacta a cualquier niño, al igual que su traslado el Viernes de Dolores en el interior del cementerio. Y desde el balcón de casa podía ver Vía Crucis y Silencio; quizá por ello siempre las veré con otros ojos.

La Resurrección era otra procesión larga pero entretenida viendo hábitos tan diferentes y con tanta alegría. Era un día de pena en cierta manera, porque se acababa todo. Pero era sobre todo de emoción porque Cristo había resucitado. Y qué bonito es nuestro Jesús. Me lo parecía entonces y me lo sigue pareciendo.

Así me la enseñaron, así me la aprendí y así me la inventé. Me educaron para que sólo permaneciera expectante en silencio durante las procesiones que pasaban ante mí, compaginándolas con cultos y oficios. Nadie me dio una enciclopedia para referirme lo que veía, si eran carrozas, mesas o tronos, estandartes o bacalaos, banzos o costales. Tampoco me enseñaron a criticar músicas, flores o indumentarias. Nadie me enseñó que las Vírgenes fueran señoras o reinas ni que hiciera mal por llamar a los Cristos con diminutivos por su pelo o su cara si ese mote salía del corazón. No me aprendí apellidos con los que tener que dirigirme a nadie por muchos años y méritos (que no los niego) que tuvieran las caras visibles de cada hermandad, ni por supuesto quise saber que nadie fuese más que nadie por edad o cargo.

Muchas de estas cosas sigo sin querer aprenderlas, tal vez porque en la ignorancia esté la felicidad. Lo bueno fue que nadie me enseñó que lo mejor de todo esto no eran los Dioses de madera con los que cargamos una Semana, si no que eran esos dioses de carne y hueso con los que compartimos pasiones el resto del año y de vida. Esto lo aprendo a diario y me encanta que sea así. Por eso hoy he querido retaros como un niño, jugando a que recordéis esos días y nos los contemos unos a otros. Que cuando vuelva a entrar en vuestros blogs me encuentre una nueva entrada titulada “De pequeño…” y si no, utilicéis este “Todos por igual” para que empiece a ser la casa de todos.

Sería genial que esto no se quede aquí, si no que aprendamos a ser pequeños y cuando llegue Cuaresma la recordemos, la vivamos, la miremos así: con los ojos de un niño. Yo voy a aprender a ser pequeño, vaya que si lo voy a hacer, y sé que no será nada fácil. Y aunque en las reuniones de nuestra querida Junta de Cofradías me recuerden que ya estoy más feo y más calvo, la ilusión del niño que pervive en mí nunca me la quitarán.

Roberto.

sábado, 9 de junio de 2007

Hay un Corazón que late

Capilla de la Vera Cruz. Las nueve menos diez de la noche del Lunes Santo, tras una tarde de nubes amenazantes, de cardos por plantar a los pies del Cristo que duerme y sonríe, de plegarias a la Madre ensimismada en su Amargura... Se hace hueco en el bullicio de los capuchones a medio poner y los ciriales recién encendidos la voz de la madre Inés, que parece más dulce que otras veces. Se hace un hueco de silencio, de víspera y envío, de mirada a los adentros azules de cada corazón. Hay un Corazón que late, que palpita en el Sagrario, un Corazón solitario que se alimenta de amor. Es un Corazón paciente, es un Corazón amigo, el que habita en el olvido: el Corazón de tu Dios. Late vivo y fuerte y se hace pulso de vida nueva en corazones que se le ofrecen en alimento, que prometen nunca más olvidar su amistad y su paciencia de Dios latente y palpitante. Nos acabamos de anudar por siete veces el cíngulo mientras no deja de llamarnos el Corazón abierto que llama a todas las puertas, que en todos los rellanos aguarda respuesta y a todos vuelve aunque no hubiera sitio en la posada. Es un Corazón que espera, un Corazón que perdona, que te conoce y que toma de tu vida lo peor, que comenzó esta tarea una tarde en el Calvario y que ahora, desde el Sagrario, tan sólo te pide amor. Lo pide con la voz de quien se abandona en corazones débiles, y por eso es más hermoso su abandono. Con voz de cruces a cuestas elevadas hasta el cielo de una tarde como ésta, de cardos y plegarias, de nubes negras más que grises, de perdones sinceros porque no sabíamos lo que hacíamos, de amores inmensos hechos beso en cada latido. Decid a todos que vengan a la fuente de la vida, que hay una historia escondida dentro de este Corazón. Decidles que hay esperanza, que todo tiene sentido, que Jesucristo está vivo... ¡Decidles que existe Dios! Que vengan, que se unan a nosotros, que se vistan del blanco y del azul de la Madre para llevarle en nuestro corazón junto a la historia escondida de su Corazón vivo y sagrado. Que surquen con nosotros la Catedral entera en procesión de cruces, de espigas y racimos, como si esta noche fuera un Corpus Christi regalado, porque tres lunes hay en el año que refulgen más que el sol... Que vengan con alegría a beberle y a degustarle, a contemplarle de rodillas alabando su manantial de esperanza redonda y perfecta. Porque además de latir, vive y sonríe, nos sonríe, desde el principio de los tiempos. Existe, claro que existe. Existe y vive de amor. Y cada uno de nosotros es la corazonada de sus horas de espera en el Sagrario.

Tomás